La leyenda de amistad que acompaña al ‘matouqin’

2018-01-19

El matouqin es un instrumento de doble cuerda frotada tradicional de la etnia mongola. Está compuesto de una caja de resonancia unida a un mástil en cuyo extremo se añade una figura con la forma de la cabeza de un caballo, por lo que en chino recibe el nombre de matouqin (马头琴, lit. instrumento con cabeza de caballo). La leyenda del matouqin es una presentación del origen de este instrumento tradicional y del fuerte vínculo sentimental que existe entre los caballos y todos los que habitan en las praderas.

El matouqin es un instrumento de doble cuerda frotada tradicional de la etnia mongola. Está compuesto de una caja de resonancia de forma trapezoidal unida a un mástil en cuyo extremo se añade una figura con la forma de la cabeza de un caballo, por lo que en chino recibe el nombre de matouqin (马头琴, lit. instrumento con cabeza de caballo). Este instrumento produce agradables melodías que, interpretadas a un ritmo tranquilo y lento, recuerdan a la armonía de la narración de una historia conmovedora. Sin embargo, con un ritmo más apasionado y estridente, la música que produce es capaz de inspirar el oído de sus oyentes como si del sonido de un ejército a la carga en una batalla se tratase. No solo la acústica que produce el matouqin es especial, sino que, además, existe una emocionante leyenda acerca del origen de este tradicional instrumento mongol.

Cuenta la tradición oral que, en las praderas de Chahar, vivían un pequeño pastor llamado Suhe (苏和) y su abuela. Subsistían de su rebaño de 20 ovejas. El pequeño Suhe era un trabajador incansable que, durante el día, sacaba a pastar al rebaño y que aprovechaba las mañanas y las noches para ayudar a su abuela a preparar la comida. Tras años enfrentándose al radiante sol y a las agresivas tormentas que azotaban las praderas de la zona, poco a poco fue convirtiéndose en un muchacho de espíritu indomable. Un buen día, Suhe volvió a casa más tarde de lo habitual, tanto que su abuela había comenzado a inquietarse. Cuando el muchacho apareció, su abuela vio que llevaba consigo algo de lo que solo alcanzaba a distinguir una enorme mata de pelos. Lo que traía en brazos resultó ser un pequeño potro blanco recién nacido y abandonado que el joven había encontrado en el camino de vuelta a casa, por lo que había decidido adoptarlo para poder cuidarlo.

Suhe sentía un gran apego por su potro y cada día lo llevaba consigo a las praderas mientras sacaba el rebaño a pastar y elegía las mejores hierbas para dárselas como alimento. Al caer la noche, le cepillaba con cuidado las crines y jugaba alegremente con él. Gracias a sus cuidados tan meticulosos el pequeño potro no paró de crecer día tras día hasta que se convirtió en un musculoso caballo de brillante pelaje y en el amigo perfecto para Suhe.

Una noche, un ruido despertó repentinamente a Suhe. Su caballo estaba relinchando y, cuando fue a ver qué ocurría, descubrió que su fiel amigo se interponía en el camino que separaba a un lobo salvaje del rebaño de la familia. El muchacho, entonces, corrió sin pensárselo dos veces intentando espantar al lobo que, atemorizado, acabó huyendo del lugar. Al ver el esfuerzo que había realizado el caballo, Suhe se dio cuenta de que no sabía si algún día sería capaz de agradecerle su ayuda.

Con el paso del tiempo, Suhe fue madurando y su corcel blanco se fue haciendo cada vez más corpulento. Una primavera se extendió a lo largo de las praderas la noticia de que el príncipe del reino estaba organizando una majestuosa carrera hípica, pues tenía la intención de entregarle la mano de su hija al que resultara ser el mejor de entre todos los jinetes. Ante la insistencia de sus amigos, Suhe decidió inscribir a su caballo en la competición. Como no podía ser menos, el chico y su amigo equino ganaron la carrera y, al recoger el premio prometido, el príncipe descubrió que el jinete vencedor no era más que un humilde pastor, por lo que no aceptó que su hija se casara con él y le dijo: “márchate a tu hogar, haré que recibas allí un premio, pero tendrás que volver solo, tu caballo ha de quedarse aquí”. Suhe se negó a volver sin su querido amigo por lo que el príncipe ordenó a sus hombres que lo apalearan, por lo que abandonó precipitadamente el lugar.

Al ver cómo Suhe volvía a casa malherido y sin el caballo su abuela sintió una lástima inmensa. Durante los días siguientes lo cuidó como mejor pudo hasta que el muchacho fue recuperándose poco a poco. Una noche, parecía que habían llamado a la puerta de la yurta y la abuela, como no escuchaba a nadie, salió de su morada para averiguar de quien se trataba y se alegró al descubrir que el caballo blanco de su nieto había logrado escapar para volver a su lado. A pesar de sus heridas, Suhe fue al encuentro de su viejo amigo, pero toda la alegría que había sentido durante un momento se disipó al comprobar que, sobre el cuerpo del animal, había clavadas una gran cantidad de flechas.

El caballo se había negado rotundamente a comer y a beber y se había limitado a relinchar a todas horas durante su estancia en la casa del príncipe. Este había organizado un banquete para presumir, delante de sus amigos, del caballo tan magnífico que había conseguido y, en cuanto sus invitados se acomodaron, pidió a sus sirvientes que se lo trajeran. Entonces intentó subirse a lomos de su nueva posesión, pero el caballo, al notar el contacto de quien no era realmente su dueño, levantó las patas delanteras con violencia y, tras tirar al príncipe al suelo, huyó al galope. El príncipe urgió a sus hombres para que lo persiguieran y les ordenó que, si no eran capaces de alcanzarlo, lo abatieran con flechas envenenadas.

Aunque los soldados no pudieron detener al brioso caballo, que parecía galopar a la velocidad de la luz, sí lograron acertar en él las flechas envenenadas que habían disparado. El animal, sin embargo, pareció ignorar el dolor que le producían las heridas y continuó trotando con valentía hasta su hogar pues quería morir en paz junto a su querido dueño.

La muerte del caballo sumió a Suhe en una profunda depresión. Al cabo de un tiempo, el pastor soñó una noche con su viejo amigo que le decía: "querido dueño, no estés triste si me extrañas, utiliza mi cuerpo para fabricarte un instrumento musical. Usa mi piel para elaborar su base y mis crines para formar sus cuerdas, así podré acompañarte el resto de tus días."

Al día siguiente, en cuanto se despertó, Suhe se apresuró a cumplir las indicaciones que le había dado su inseparable caballo blanco. Realizó un meticuloso trabajo hasta que logró fabricar un instrumento tal y como le había pedido el animal en su sueño. Desde entonces, cuando se acordaba de él, Suhe producía con su matouqin una profunda y tranquila melodía con la que expresaba la melancolía que sentía, al igual que en otras ocasiones aumentaba el ritmo de sus interpretaciones para representar con su música los momentos en los que ambos galopaban velozmente por las praderas. Escuchar la musicalidad de su nuevo instrumento le ayudaba a olvidar todas las adversidades a las que se hubiera enfrentado en los días más duros y, pronto, su uso se extendió por las praderas hasta convertirse en el instrumento más conocido de la zona.

En la actualidad, el matouqin no solo es famoso en las praderas de Mongolia Interior sino que además es un digno representante de los instrumentos musicales clásicos de toda China. En 2005, el famoso músico chino, Qi Baoligao, logró un hito en la historia del matouqin pues tuvo la oportunidad de tocarlo en uno de los auditorios más admirados por los amantes de la música clásica, la sala Dorada del Musikverein de Viena.

Al igual que una emocionante historia, una bella melodía también es capaz de despertar multitud de sentimientos en sus oyentes. La leyenda del matouqin es una presentación del origen de este instrumento tradicional y, al fin y al cabo, una muestra del fuerte vínculo sentimental que existe entre los caballos y todos los que habitan en las praderas.

Instituto Confucio


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